miércoles, 16 de octubre de 2019

Amor propio es poder, ensayo de Joan Didion

“La inocencia se termina cuando a uno le roban la ilusión de que se cae bien a sí mismo.”

Joan Didion (escritora, americana)



Aquí, en su diseño original, se encuentra el ensayo de Joan Didion «La autoestima: su fuente, su poder«, que se publicó por primera vez en Vogue en 1961 y que se volvió a publicar como «Sobre la autoestima» en la colección del autor de 1968. Didion escribió el ensayo cuando la revista se iba a imprimir, para llenar el espacio que quedaba después de que otro escritor no publicara un artículo sobre el mismo tema.

Didion explica en el comienzo del ensayo que primero hay que perder la ilusión de que te caes bien a ti mismo. Hay que perder esa ilusión de que te caes bien a ti mismo porque debes conocer quién eres, y qué tipo de persona eres, y eso genera un incomodidad horrible, porque lamentando mucho NO somos perfectos, somos seres humanos con ciertos rasgos y preferencias algo desviadas a lo que se consideraría lo perfecto o lo bueno, pero debemos aceptarlo completamente.



Didion propone que el amor propio es algo así como una persona que tiene el coraje de ser ella misma, con fallas y virtudes, pero esencialmente aceptando las fallas. No romantiza el amor propio, no es un baño a la luz de las velas, con rosas. El amor propio es un poder, es una tenacidad, una energía, una fuerza que muchos no se atreven hacer debido a que entregan su poder, el amor propio es recuperar el poder que hay dentro de ti y tirar las voces de las personas para afuera. Es carácter, nervios, dientes de vivir la vida con responsabilidad de que uno mismo es el que crea y deshace todo lo que existe alrededor de nuestras vidas.



Es un poder que muy pocos tienen, es un poder que muchos no saben que tienen porque se nos enseñan que la opinión de los demás es en algunos casos mucho más importante que la nuestra. Cuando solo es falta de coraje, de atreverse a ser uno mismo.

La autoestima: su fuente, su poder traducido al español

Una vez, en plena mala racha, escribí con letras enormes en una doble página de un cuaderno que la inocencia se termina cuando a uno le roban la ilusión de que se cae bien a sí mismo. Aunque ahora que han pasado los años me maravilla el hecho de que una mente enemistada consigo misma pudiera llevar a cabo un registro tan minucioso de hasta el último de sus temblores, todavía recuerdo con avergonzada claridad el sabor de aquellas cenizas en concreto. Fue una cuestión de falta de amor propio.

Me habían negado la entrada en la Phi Beta Kappa. No podría haber sido un fracaso más predecible ni menos ambiguo (simplemente, mis notas estaban por debajo de lo requerido), y sin embargo a mí me crispó los nervios. Yo siempre me había considerado a mí misma una especie de Raskólnikov académico, curiosamente exento de las relaciones de causa y efecto que afectaban a los demás. Aunque hasta la chica huraña de diecinueve años que yo era por entonces debió de darse cuenta de que la situación carecía de una verdadera magnitud trágica, el día en que no conseguí entrar en la Phi Beta Kappa sí que marcó el final de algo para mí, y es posible que ese algo se pueda describir como inocencia. Perdí la convicción de que todos los semáforos se me iban a poner en verde, esa agradable certidumbre de que las virtudes más bien pasivas que me habían granjeado la aprobación general durante mi infancia no solo me garantizaban de forma automática las llaves de la Phi Beta Kappa, sino también la felicidad, el honor y el amor de un hombre bueno; perdí cierta fe conmovedora en el poder totémico de las buenas maneras, del pelo limpio y de mis elevadas puntuaciones en la escala Stanford-Binet de inteligencia. Yo había adscrito mi amor propio a tan dudosos amuletos, y aquel día afronté el temor perplejo de quien se acaba de encontrar con un vampiro y no tiene ningún crucifijo a mano.

Aunque verse obligado a contemplarse a uno mismo es, en el mejor de los casos, un asunto incómodo, casi tanto como intentar cruzar una frontera con documentación prestada, ahora me parece que es la única condición necesaria para sentar las bases de un verdadero amor propio. A pesar de la mayoría de nuestros lugares comunes, el autoengaño sigue siendo el engaño más difícil de vencer. Los trucos que funcionan con los demás no sirven de nada en ese callejón trasero bien iluminado donde uno tiene las citas consigo mismo: aquí no funcionan las sonrisas seductoras, ni tampoco las pulcras listas de buenas intenciones. Uno se limita a barajar sus propias cartas marcadas de forma teatral pero en vano: el gesto amable hecho por las razones incorrectas, el triunfo aparente que no costó esfuerzo alguno, el acto aparentemente heroico que uno acabó realizando por vergüenza. Lo más desolador es que el amor propio no tiene nada que ver con la aprobación de los demás, a quienes, a fin de cuentas, no cuesta mucho engañar; y tampoco tiene nada que ver con la reputación, que, como le dijo Rhett Butler a Scarlett O’Hara, es algo que la gente con coraje no necesita.

Que te falte amor propio, en cambio, equivale a ser el espectador solitario e involuntario de un documental interminable que detalla tus propios fracasos, tanto los reales como los imaginarios, con escenas nuevas añadidas en cada pase. Aquí está el cristal que rompiste en un ataque de rabia, aquí está el dolor en la cara de Fulano; fíjate ahora en la siguiente escena, la noche en que Mengano regresó de Houston, mira cómo la cagaste. Vivir sin amor propio es pasarte la noche en vela, sin que te puedan ayudar ni la leche caliente ni el fenobarbital ni la mano que descansa sobre la colcha, contando tus pecados por acción y por omisión, las confianzas traicionadas, las promesas sutilmente rotas y los dones irrevocablemente desperdiciados por pereza o cobardía o dejadez. Por mucho que lo pospongamos, al final siempre acabamos acostados solos en esa cama notoriamente incómoda, la que nos hemos hecho nosotros mismos. El que durmamos o no en ella depende, por supuesto, de si tenemos amor propio o no.

Alegar que existe una gente harto improbable, una gente que es incapaz de tener amor propio, y que no tiene problema alguno para dormir, es no haber entendido nada, en la misma medida en que no ha entendido nada quien piensa que el amor propio está necesariamente relacionado con el hecho de llevar imperdibles en la ropa interior. Existe la extendida superstición de que el «amor propio» es una especie de encantamiento contra las serpientes, algo que mantiene a quienes lo poseen encerrados en un Edén inmaculado, lejos de las camas de los desconocidos, de las conversaciones ambivalentes y de los problemas en general. No es así en absoluto. No tiene nada que ver con el aspecto de las cosas, sino con una paz distinta, un tipo de reconciliación privada. Aunque el descuidado y suicida Julian English de Cita en Samarra y la descuidada e incurablemente deshonesta Jordan Baker de El gran Gatsby parecen candidatos igual de improbables para el amor propio, Jordan Baker lo tiene y Julian English no. Gracias a ese talento para adaptarse que a menudo se ve más en las mujeres que en los hombres, Jordan crea sus propias normas, pacta su propia paz y evita toda amenaza a esa paz: «Odio a la gente descuidada —le dice a Nick Carraway—. Para que haya un accidente hacen falta dos».



Igual que Jordan Baker, las personas con amor propio tienen el coraje de equivocarse. Conocen el precio de las cosas. Si deciden cometer adulterio, luego no se van corriendo, con un ataque de mala conciencia, a recibir la absolución del cónyuge traicionado; tampoco se quejan indebidamente de la injusticia ni de la vergüenza inmerecida de que los declaren corresponsables. En resumen, la gente con amor propio es gente dura, tiene algo así como agallas morales; hace gala de eso que antes se llamaba carácter, una cualidad que, aunque en abstracto se aprueba, a menudo pierde terreno en favor de otras virtudes negociables de forma más instantánea. La prueba de que está perdiendo prestigio es que hoy día solo se suele pensar en el carácter en relación con niños feos y con senadores de Estados Unidos que han sido derrotados, preferiblemente en primarias, cuando se han presentado a la reelección. Pese a todo, el carácter —la voluntad de aceptar la responsabilidad de la propia vida— es el lugar donde brota el amor propio.

El amor propio es algo que nuestros abuelos conocían perfectamente, da igual que lo tuvieran o no. Ya de jóvenes les habían inculcado cierta disciplina, la conciencia de que uno vive haciendo cosas que no tiene un especial deseo de hacer, dejando de lado los miedos y las dudas y sopesando las comodidades inmediatas en relación con otras comodidades mayores que hasta pueden ser intangibles. En el siglo XIX les parecía admirable, pero no extraordinario, que Gordon Bajá se pusiera un traje blanco limpio y defendiera Jartún contra los derviches; tampoco les parecía injusto que la forma de liberar tierras en California requiriera muertes y dificultades y suciedad.

En un diario escrito en el invierno de 1846, una chica emigrante de doce años llamada Narcissa Cornwall anotaba fríamente: «Padre estaba ocupado leyendo y no se dio cuenta de que la casa se estaba llenando de indios desconocidos hasta que madre lo mencionó». Aun sin tener ni idea de lo que madre dijo, es imposible no dejarse impresionar por el incidente: el padre leyendo, los indios entrando en la casa, la madre eligiendo palabras que no suscitaran alarma y la niña registrando con diligencia el acontecimiento y anotando más adelante que aquellos indios en concreto no eran, «por suerte para nosotros», hostiles. Los indios no eran más que una parte de lo donnée.
Bajo una apariencia u otra, los indios siempre lo son.


Nuevamente, la cuestión se reduce a reconocer que cualquier cosa digna de ser poseída tiene un precio. La gente con amor propio está dispuesta a aceptar el riesgo de que los indios vayan a ser hostiles, de que la empresa vaya a entrar en bancarrota, de que la relación pueda no resultar ser de esas en que todos los días son una fiesta porque tú estás conmigo. Están dispuestos a invertir algo de sí mismos; puede que decidan no jugar, pero cuando juegan saben lo que está en juego.



Esa clase de amor propio es una disciplina, un hábito mental que no se puede fingir, solo se puede desarrollar, adiestrar y obtener por medio de la persuasión. Una vez alguien me sugirió que, como antídoto al llanto, metiera la cabeza dentro de una bolsa de papel. Se da el caso de que dicho ejercicio tiene una razón fisiológica sólida, algo relacionado con el oxígeno, pero da igual, porque solo el efecto psicológico ya es incalculable; resulta extremadamente difícil seguir imaginándote que eres la Cathy de Cumbres Borrascosas cuando tienes la cabeza dentro de una bolsa de Food Fair. Lo mismo se puede decir de todos los demás pequeños actos de disciplina, intrascendentes en sí mismos; imaginen mantener cualquier clase de embelesamiento, conmiserativo o carnal, bajo una ducha fría.

Sin embargo, esos pequeños actos de disciplina solo son valiosos en la medida en que representan a otros mayores. Decir que Waterloo se ganó en los campos de juegos de Eton no equivale a decir que a Napoleón lo hubiera salvado un curso rápido de críquet; organizar cenas de gala en la selva no tendría ningún sentido si no fuera porque las velas que parpadean sobre las lianas evocan disciplinas más profundas y fuertes y unos valores inculcados mucho antes. Es una especie de ritual que nos ayuda a recordar quiénes somos y qué somos. Y a fin de recordarlo, hay que haberlo conocido.



Si tienes ese sentido del valor intrínseco de ti mismo que constituye el amor propio, se puede decir que potencialmente no te falta nada: ni la capacidad de discernir ni la de amar ni la de permanecer indiferente. Que te falte, en cambio, equivale a estar encerrado dentro de ti mismo y ser paradójicamente incapaz tanto de mostrar amor como indiferencia. Si no tenemos amor propio, por un lado estamos obligados a despreciar a quienes tienen tan pocos recursos como para confraternizar con nosotros y tan poca percepción como para no ver nuestras fatídicas debilidades. Por otro lado, nos encontramos peculiarmente sometidos a todo lo que vemos y extrañamente decididos a encajar —dado que la imagen que tenemos de nosotros mismos es insostenible— en las falsas nociones de nosotros que tienen los demás. Nos engañamos pensando que esta compulsión de agradar a los demás es un rasgo atractivo: el quid mismo de la empatía imaginativa, la prueba de nuestra voluntad de dar. Por supuesto que yo haré de Francesca cuando tú hagas de Paolo, y que haré de Helen Keller cuando cualquiera haga de Annie Sullivan: no hay expectativa equivocada ni rol demasiado ridículo. Y a merced de dichas nociones, no podemos hacer nada más que llenarnos de desprecio y representar papeles condenados al fracaso antes incluso de empezar, y cada fracaso generará un plus añadido de desesperación ante la necesidad de adivinar y satisfacer la siguiente demanda que se nos plantee.



Se trata de ese fenómeno que a veces se conoce como «alienación de uno mismo». Es sus fases más avanzadas, ya no contestamos al teléfono porque alguien podría querer algo de nosotros; la posibilidad de decirles que no sin ahogarnos a nosotros mismos en un mar de reproches resulta impensable en este juego. Cada encuentro exige demasiado, rompe los nervios y drena la voluntad, y el espectro de algo tan pequeño como una carta sin responder genera una culpa tan desproporcionada que ya resulta imposible responderla. Asignarles a las cartas sin responder su importancia real, liberarnos de las expectativas ajenas y devolvernos a nuestras propias manos: en ello consiste el enorme y singular poder del amor propio. Sin él, uno termina por descubrir la última vuelta de tuerca: que uno se ha escapado para encontrarse a sí mismo y ahora se encuentra la casa vacía.



Joan Didion


Texto completo en inglés:


Once, in a dry season, I wrote in large letters across two pages of a notebook that innocence ends when one is stripped of the delusion that one likes oneself. Although now, some years later, I marvel that a mind on the outs with itself should have nonetheless made painstaking record of its every tremor, I recall with embarrassing clarity the flavor of those particular ashes. It was a matter of misplaced self-respect.


I had not been elected to Phi Beta Kappa. This failure could scarcely have been more predictable or less ambiguous (I simply did not have the grades), but I was unnerved by it; I had somehow thought myself a kind of academic Raskolnikov, curiously exempt from the cause-effect relationships that hampered others. Although the situation must have had even then the approximate tragic stature of Scott Fitzgerald’s failure to become president of the Princeton Triangle Club, the day that I did not make Phi Beta Kappa nevertheless marked the end of something, and innocence may well be the word for it. I lost the conviction that lights would always turn green for me, the pleasant certainty that those rather passive virtues which had won me approval as a child automatically guaranteed me not only Phi Beta Kappa keys but happiness, honour, and the love of a good man (preferably a cross between Humphrey Bogart in Casablanca and one of the Murchisons in a proxy fight); lost a certain touching faith in the totem power of good manners, clean hair, and proven competence on the Stanford-Binet scale. To such doubtful amulets had my self-respect been pinned, and I faced myself that day with the nonplussed wonder of someone who has come across a vampire and found no garlands of garlic at hand.

Although to be driven back upon oneself is an uneasy affair at best, rather like trying to cross a border with borrowed credentials, it seems to me now the one condition necessary to the beginnings of real self-respect. Most of our platitudes notwithstanding, self-deception remains the most difficult deception. The charms that work on others count for nothing in that devastatingly well-lit back alley where one keeps assignations with oneself: no winning smiles will do here, no prettily drawn lists of good intentions. With the desperate agility of a crooked faro dealer who spots Bat Masterson about to cut himself into the game, one shuffles flashily but in vain through one’s marked cards—the kindness done for the wrong reason, the apparent triumph which had involved no real effort, the seemingly heroic act into which one had been shamed. The dismal fact is that self-respect has nothing to do with the approval of others—who are, after all, deceived easily enough; has nothing to do with reputation—which, as Rhett Butler told Scarlett O’Hara, is something that people with courage can do without.

To do without self-respect, on the other hand, is to be an unwilling audience of one to an interminable home movie that documents one’s failings, both real and imagined, with fresh footage spliced in for each screening. There’s the glass you broke in anger, there’s the hurt on X’s face; watch now, this next scene, the night Y came back from Houston, see how you muff this one. To live without self-respect is to lie awake some night, beyond the reach of warm milk, phenobarbital, and the sleeping hand on the coverlet, counting up the sins of commission and omission, the trusts betrayed, the promises subtly broken, the gifts irrevocably wasted through sloth or cowardice or carelessness. However long we post- pone it, we eventually lie down alone in that notoriously un- comfortable bed, the one we make ourselves. Whether or not we sleep in it depends, of course, on whether or not we respect ourselves.


To protest that some fairly improbable people, some people who could not possibly respect themselves, seem to sleep easily enough is to miss the point entirely, as surely as those people miss it who think that self-respect has necessarily to do with not having safety pins in one’s underwear. There is a common superstition that “self-respect” is a kind of charm against snakes, something that keeps those who have it locked in some unblighted Eden, out of strange beds, ambivalent conversations, and trouble in general. It does not at all. It has nothing to do with the face of things, but concerns instead a separate peace, a private reconciliation. Although the careless, suicidal Julian English in Appointment in Samarra and the careless, incurably dishonest Jordan Baker in The Great Gatsbyseem equally improbable candidates for self-respect, Jordan Baker had it, Julian English did not. With that genius for accommodation more often seen in women than in men, Jordan took her own measure, made her own peace, avoided threats to that peace: “I hate careless people,” she told Nick Carraway. “It takes two to make an accident.”

Like Jordan Baker, people with self-respect have the courage of their mistakes. They know the price of things. If they choose to commit adultery, they do not then go running, in an access of bad conscience, to receive absolution from the wronged parties; nor do they complain unduly of the unfairness, the undeserved embarrassment, of being named corespondent. If they choose to forego their work—say it is screenwriting—in favor of sitting around the Algonquin bar, they do not then wonder bitterly why the Hacketts, and not they, did Anne Frank.

In brief, people with self-respect exhibit a certain toughness, a kind of moral nerve; they display what was once called character, a quality which, although approved in the abstract, sometimes loses ground to other, more instantly negotiable virtues. The measure of its slipping prestige is that one tends to think of it only in connection with homely children and with United States senators who have been defeated, preferably in the primary, for re-election. Nonetheless, character—the willingness to accept responsibility for one’s own life—is the source from which self-respect springs.

Self-respect is something that our grandparents, whether or not they had it, knew all about. They had instilled in them, young, a certain discipline, the sense that one lives by doing things one does not particularly want to do, by putting fears and doubts to one side, by weighing immediate comforts against the possibility of larger, even intangible, comforts. It seemed to the nineteenth century admirable, but not remarkable, that Chinese Gordon put on a clean white suit and held Khartoum against the Mahdi; it did not seem unjust that the way to free land in California involved death and difficulty and dirt. In a diary kept during the winter of 1846, an emigrating twelve-year-old named Narcissa Cornwall noted coolly: “Father was busy reading and did not notice that the house was being filled with strange Indians until Mother spoke about it.” Even lacking any clue as to what Mother said, one can scarcely fail to be impressed by the entire incident: the father reading, the Indians filing in, the mother choosing the words that would not alarm, the child duly recording the event and noting further that those particular Indians were not, “fortunately for us,” hostile. Indians were simply part of the donnée.

In one guise or another, Indians always are. Again, it is a question of recognizing that anything worth having has its price. People who respect themselves are willing to accept the risk that the Indians will be hostile, that the venture will go bankrupt, that the liaison may not turn out to be one in which every day is a holiday because you’re married to me. They are willing to invest something of themselves; they may not play at all, but when they do play, they know the odds.

That kind of self-respect is a discipline, a habit of mind that can never be faked but can be developed, trained, coaxed forth. It was once suggested to me that, as an antidote to crying, I put my head in a paper bag. As it happens, there is a sound physiological reason, something to do with oxygen, for doing exactly that, but the psychological effect alone is incalculable: it is difficult in the extreme to continue fancying oneself Cathy in Wuthering Heights with one’s head in a Food Fair bag. There is a similar case for all the small disciplines, unimportant in themselves; imagine maintaining any kind of swoon, commiserative or carnal, in a cold shower.

But those small disciplines are valuable only insofar as they represent larger ones. To say that Waterloo was won on the playing fields of Eton is not to say that Napoleon might have been saved by a crash program in cricket; to give formal dinners in the rain forest would be pointless did not the candlelight flickering on the liana call forth deeper, stronger disciplines, values instilled long before. It is a kind of ritual, helping us to remember who and what we are. In order to remember it, one must have known it.

To have that sense of one’s intrinsic worth which, for better or for worse, constitutes self-respect, is potentially to have everything: the ability to discriminate, to love and to remain indifferent. To lack it is to be locked within oneself, paradoxically incapable of either love or indifference. If we do not respect ourselves, we are on the one hand forced to despise those who have so few resources as to consort with us, so little perception as to remain blind to our fatal weak- nesses. On the other, we are peculiarly in thrall to everyone we see, curiously determined to live out—since our self-image is untenable—their false notions of us. We flatter ourselves by thinking this compulsion to please others an attractive trait: a gift for imaginative empathy, evidence of our willingness to give.Of course we will play Francesca to Paolo, Brett Ashley to Jake, Helen Keller to anyone’s Annie Sullivan: no expectation is too misplaced, no role too ludicrous. At the mercy of those we can not but hold in contempt, we play rôles doomed to failure before they are begun, each defeat generating fresh despair at the necessity of divining and meeting the next demand made upon us.

It is the phenomenon sometimes called alienation from self. In its advanced stages, we no longer answer the telephone, because someone might want something; that we could say no without drowning in self-reproach is an idea alien to this game. Every encounter demands too much, tears the nerves, drains the will, and the spectre of something as small as an unanswered letter arouses such disproportionate guilt that one’s sanity becomes an object of speculation among one’s acquaintances. To assign unanswered letters their proper weight, to free us from the expectations of others, to give us back to ourselves—there lies the great, the singular power of self-respect. Without it, one eventually discovers the final turn of the screw: one runs away to find oneself, and finds no one at home.

Joan Didion



Sobre la escritora



Joan Didion: el centro cederá
es el documental sobre la autora que estrenó en Netflix en 2017. Dirigido por su sobrino Griffin Dunne, explica entre otras muchas aristas de su vida y su obra este inicio de carrera en el que Vogue jugó un papel fundamental. "Era inusual para Vogue alguien con una voz tan personal", dice la propia Didion. "Escribían cosas sobre maquillaje", afirma también, sonriendo. La ironía siempre es importante en una revista de moda. Probablemente no fue casual que todo comenzara en Vogue, un lugar donde la moda importa tanto como la vida y la vida, ya saben, tiene mil intentos de color. Sobre la realidad también se escribe.

Porque este documental es, fundamentalmente, un enorme monumento a la necesidad de escribir. ¿Por qué escribimos? ¿Porque quisiéramos estar en otro sitio que no es este? ¿Para crear imágenes y recuerdos nuevos? ¿Para encontrar respuestas? "La primera entrada de mi primer cuaderno era el cuento de una mujer que creía que moría de frío en la noche polar y cuando amanece descubre que está atrapada en el desierto del Sáhara, donde muere antes de la hora de comer", cuenta Didion sobre su primer texto, escrito con solo 5 años. Era lo que tenía que hacer, imaginamos. Después, escribir en Vogue era lo que tenía que seguir haciendo. El libro que le da la fama definitiva, Arrastrarse hacia Belén (1968), cobra significado cuando la escritora ve a una niña pequeña drogada, "con los labios pintados de blanco". Las historias son duras pero, en manos de alguien que escribe, de un fabricante de fuego, todo es tristemente útil. "Vives buscando un momento así", reconoce en el documental.



Didion, frágil, mágica, que cuando habla mueve las manos en el aire como si fuera una curandera, es además un improbable icono de moda. El documental lo deja claro cuando aparecen todas esas imágenes de archivo maravillosas. Un vestido largo de cuello barco con el posa junto a un Cadillac Stingray ; un jersey de cashmere gris con una pequeña cadena de oro en el cuello; un chaleco de lana; unas chanclas en Malibú; elegancia discreta. Hay además muchas anécdotas de estilo. Cuando cuenta cómo era el bañador de Pucci de una amiga. Cuando relata que la mañana que murió Kennedy ella fue a comprar un vestido corto de seda para su boda y que, tiempo después, Roman Polanski se lo manchó de vino. Recuerden que, hace unos años, la escritora protagonizó una campaña de Céline, con 80 años.

La actriz Vanessa Redgrave aparece también en el documental. Ella protagonizó la versión teatral de El año del pensamiento mágico (2004), quizá el mejor texto para adentrarse en Didion. Y le dice, mientras revisan fotos antiguas, "siempre has sido muy glamourosa". Es cierto. Se dice muy a menudo eso de que alguien viste sin esfuerzo, a modo de halago. Didion, quizá y solo quizá, sí haya hecho algunos esfuerzos por vestirse bien. No tiene nada de malo. En otro texto para Vogue explica cómo su madre llevaba "un vestido ligero a cuadros, unos spectators en los pies y gardenias blancas de seda en la sien". Didion, de hecho, ha sido referencia fundamental de estas últimas temporadas en las que la moda ha recortado sus tacones, ensanchado las perneras y apostado por una realidad más sobria y, resumiendo mucho el concepto, más intelectual.

Joan Didion bebía Coca Cola muy fría y se enfadaba cuando alguien se la quitaba. Comía almendras. También se vestía, y se viste, maravillosamente bien. Pero sobre todo escribía. Escribir, escribir, escribir. Puede que, como dice Ken Follet, para "dedicarse a lo que uno sabe hacer bien". Puede que para seguir viva. Muchos de nosotros escribimos también para devolver un poco de lo que hemos leído. En este caso para decirles: lean (o vean) a Joan Didion. Lean Vogue también, claro. No se arrepentirán en ninguno de los dos supuestos.



Fuentes:

Quien la Viera

Naiz

Vogue

Revista Gatopardo

Wikipedia



1 comentario: