domingo, 12 de agosto de 2012

La niña interior: piedra de toque de la identidad femenina por Emily Hancock


Emily Hancock plantea una cuestión clave: ¿Cuándo empieza la influencia invisible de la cultura centrada en lo masculino a imprimirse en una niña, frenando su evolución natural femenina? Hancock, psicoterapeuta de Berkeley, ha descubierto que las niñas entre ocho y diez años son todavía inocentes y alegres, pero que a partir de esa edad se vuelven autocontroladas y responsables. Y aunque puedan comportarse como chicos, a esa edad no actúan todavía en reacción a ellos o a los hombres.

En su libro The Girl Within, Hancock describe detalladamente el proceso mediante el que se desvía el sentio femenino de la niña. Hacia la pubertad, es típico que su madre se alíe con la cultura oficial para enseñarle como convertirse en una "dama". Si esto ocurre al mismo tiempo que el padre desaparece de la escena, sus vías naturales quedan cortadas y se ve obligada a entrar en el molde cultural.

Hancock afirma que, mediante la recapitulación de los recuerdos tempranos de la niña interior, podemos recuperar el sentido del ser que éramos antes de que se impregnaran en nosotras las proyecciones y las expectativas de los demás; posee su propio estilo, sensibilidad, alegrías y miedos. Como el niño interior, ampliamente tratado en los círculos psicológicos actuales, la niña interior nos proporciona a las mujeres una fuente de renovación, un medio de brindar una nueva madre a la pequeña niña que todavía vive en nosotras.

Emily Hancock
, autora de The Girl Within, inició sus investigaciones sobre la evolución de las mujeres en la Universidad de Harvard, en donde se doctoró en desarrollo humano, en 1981. Enseña actualmente desarrollo de adultos en el Centro de Estudios Psicológicos de Albany, California, y tiene consulta privada en Berkeley.





Ahora que los roles de las mujeres se multiplican, empezamos finalmente a preguntarnos como quién y como qué puede ser definida una mujer conforme a su sentido interno de ser, en lugar de serlo conforme a las leyes del patriarcado. Con el aumento de la toma de conciencia de que la fuerza de la mujer ha sido sometida a las necesidades y objetivos de los demás, por fin nos hemos dedicado a esbozar, afirmar y expresar el ser. Pero la cultura ha sido muy presionada para proclamar que estas metas, completamente nuevas para las mujeres, pueden conseguirse en términos propios a las mujeres. Actualmente, un hombre puede seguir las huellas de su padre para ejercer las antiguas prerrogativas "masculinas", pero la "mujer nueva" puede contar difícilmente con la experiencia de su madre para orientarla. Atrapada en un momento histórico peculiar, se aparta de un pasado aparentemente inútil, para atravesar un territorio desconocido, sin contar con mapas de sus antecesoras ni el consejo de sus mayores que la guíe.

Ante estos hechos, la cultura contemporánea se presenta aparentemente para apoyar sus metas, abriendo el mundo de los logros al nuevo desafío de la mujer. Pero por debajo de esta aparente liberación, existe una gran variedad de fuerzas que amenazan cercenar su feminidad e impedir la verdadera autorrealización que ella está buscando.

La libertad respecto a los roles restrictivos del pasado -y de los límites psicológicos que esos roles imponían- ha abierto la puerta a la conciencia de las mujeres. Pero las leyes del patriarcado, insidiosas porque están disfrazadas de libertad equivalente, siguen funcionando para moldear el desarrollo de una mujer.

Muchas mujeres que intentan por ejemplo romper los límites de los roles domésticos, al verse forzadas a adaptarse al modelo masculino, pierden su búsqueda de una existencia natural y femenina, que abarque tanto el propósito de su vida como su capacidad de cuidar. Este modelo exige que deje de lado preocupaciones de mujer, se despoje de sus aptitudes naturales y se encaje en la red empresarial. Demasiado cambio cultural producido en nombre del feminismo nos ha llevado a aplaudir las cualidades "masculinas" que exhibe la mujer moderna, animándola a que se comporte como un hombre. Virtualmente obligada a establecerse en el "mundo real", la nueva mujer compromete -sin saberlo- su destino con el patriarcado, bajo la bandera de querer escapar del mismo.

La nueva mujer vive así en un mundo de hombres, en el que se rebela contra las propias fuerzas femeninas que se hallan en el corazón de su identidad. Poco sospecha que la inmensidad de posibilidades ofrecidas hoy día a la mujer constituye una ilusión. Engañada por la promesa de que lo puede tener todo en lugar de ello es obligada a hacer todo por una cultura que ofrece a sus miembros una única vía de ser alguien. Cautivada por la mascarada del patriarcado, pierde conciencia del corte existente entre lo que ella es "realmente" y lo que parece que es. Esta desconexión de su identidad primordial la hace tomar una curva peligrosa cuando llega al desarrollo de su auténtico ser femenino.

¿Cómo puede una hija inconsciente del patriarcado continuar su búsqueda hacia la individuación? Careciendo de un modelo de identidad, ¿cómo puede una mujer llegar a realizar su verdadero ser?

Según un estudio que hice sobre el desarrollo del ego de las mujeres, las respuestas a estas preguntas se hallan en "la niña interior", la niña animosa, juguetona y satisfecha, de ocho, nueve, o diez años, que toda mujer lleva en la memoria como piedra de toque de la mujer que puede llegar a ser. En las generaciones anteriores, las experiencias restrictivas que nos vinculaban al ideal femenino nos hicieron perder nuestra conexión con esta niña. Hoy día, el comportamiento opuesto -la mujer actuando como un hombre- amenaza desviarla. Sin embargo, a pesar de estos factores negativos, algunas mujeres están redescubriendo esta primera identidad de la infancia. Las que llegan a hacer el círculo completo hacia ésta encuentran en la niña olvidada una llave para desbloquear el ser esencial de mujer.

¿Quién es esta "niña interior"? ¿De qué profunda verdad está en posesión? Suspendida entre el ensueño de la edad preescolar y la esclavitud de la adolescencia, una niña de esta edad ocupa una zona intermedia de la infancia, un espacio interino entre la fantasía y la realidad que alimenta la pertenencia creativa a sí misma. Juguetona, aunque ya con objetivos, ha abierto la puerta de la edad de la razón. Con un pie todavía en la escuela, lee y calcula, participa en juegos de grupo, desarrolla sus facultades atléticas, y absorbe las reglas de su joven sociedad. Cuando tiene la buena suerte de crecer dentro de una familia que fomenta la independencia y celebra los logros, una niña de esta edad se enfrenta al mundo con su propia perspectiva. Combina entonces una inmensa imaginación con ciertas capacidades y un anhelo aventurero que le lleva muy lejos del hogar, tanto en su fantasía como en la realidad. Todas las culturas del mundo reconocen el rápido desarrollo de la mente de las niñas, la aceleración de sus capacidades prácticas y el cambio de su manera de pensar. La naturaleza y la sociedad conspiran para permitir que las niñas florezcan a esta edad; abundan la armonía y la integridad al disfrutar de la totalidad del ser, la unidad con el cosmos y una irradiación natural.

En medio de una crisis matrimonial, Megan, una mujer de treinta y un años (que está incluida en mi estudio), recuperó a esta niña. Conmocionada por una aventura de su marido, inmediatamente después del nacimiento de su primer bebé, de repente se dio cuenta de que no tenía identidad propia. Había contado con el matrimonio en sí mismo para que le proporcionase un sentido de ser. Aterrorizada al comprobar que esta presunción le había conducido a abandonar su propia búsqueda, enfrentó la difícil tarea de construir una identidad. Lo hizo tomando opciones y decisiones que surgían del sentido recién encontrardo de quién o qué era ella. Durante el proceso de autodefinición, recordó una experiencia crucial que le había sucedido a los nueve años, cuando su familia se trasladó del centro de Nueva York a los alrededores, interrumpiendo sus estudios. Sin la ayuda de sus padres, se las arregló con los profesores para poderles enviar por correo los deberes, de manera que pudo finalizar los estudios por sí misma.

Este acto de independencia se instaló en la imagen que Megan tenía de sí misma. Se acordaba de "haber caminado a los nueve años sobre un muro hasta dar la vuelta completa a un parque, pensando que realmente me gustaba tener nueve años y que no me hubiera importado tenerlos para siempre; estaba averiguando todo sobre el mundo, sin hacer nada trascendental, simplemente pensando para mí misma de ese modo mientras caminaba sobre el muro. Recuerdo haber tenido un auténtico sentimiento de alegría y de confianza por el hecho de poder enfrentarme al mundo por mí misma. La imagen que tenía era la de una niña con una cuerda muy larga a la que podía agarrarme, una cuerda de largo alcance para poder moverme libremente. Me sentía segura y completa en mí misma. Tenía la sensación de poderme defender en el mundo, aunque esto significase estar sola. Sabía que tenía mi manera de arreglármelas en él, que podía hacerlo".

Vulnerable en su nueva maternidad, y afligida por su crisis matrimonial, Megan volvió a escuchar a esa niña que tenía dentro y a recuperar el sentido de la vida que había encarnado en su infancia. Volvió a descubrir la autonomía e iniciativa olvidadas que necesitaba para su independencia como adulta. La niña de nueve años conservaba esas cualidades en su memoria, aunque Megan las había olvidado a medida que había ido creciendo. Ahora, esa niña le servía de piedra de toque a la mujer en que se habia convertido. El seguir sus huellas y el haber encontrado dentro de sí una niña en la que podía confiar habían conducido a Megan a las raíces femeninas de su fuerza como mujer.

¿Qué es lo que obstaculiza a la niña interior?¿Cómo se llega a negar el tenerla dentro? ¿Qué se hace de su impulso vital?

A pesar de que no exista una experiencia única de infancia femenina, las respuestas de las mujeres con las que he hablado proporcionan una visión sorprendentemente uniforme de lo que significa creceer y perder la niña interior. Recuerdan esta niña como aquella que hace el mundo suyo. Liberada de los límites impuestos por la familia, está orgullosa de su capacidad recién encontrada de ordenar y dirigir su vida. De repente, "ocupada en sus propios asuntos", aumenta su capacidad en casa y en la escuela como una ola imparable. Admirada por ser inteligente y fuerte, llega a ser la mejor en todo.

Aunque sus circunstancias sean limitadas, una niña a esta edad puede aspirar a alcanzar altas metas en su imaginación -nuevo reino privado en interno al que nadie tiene acceso-.

Ahí, como en ninguna otra parte, el cielo es su único límite, sus anhelos y objetivos son infinitos; absolutamente todo es posible. Las contradicciones no la frenan: futura arqueóloga y abogada, practicará durante el invierno la abogacía e irá a hacer excavaciones arqueológicas al llegar el verano. Tanto si sueña ser oceanógrafa como astronauta, gobernadora, neurocirujana, directora de orquesta, presidenta de Banco, o juez, es apoyada idealmente por los demás en la visión que tiene de sí misma en el futuro. Rara vez sus metas son sometidas a críticas; sus decisiones no comportan todavía pérdidas; sólo más adelante una elección supondrá dejar otra de lado. Su experiencia de niña abarca hombre y mujer, trabajo y juego, independencia y dependencia, sin que ningún término esté subordinado al otro. Libre de las convenciones femeninas, ¡puede pensar, planificar y hacer!

Siendo una niña masculina en su corazón, es la época en la vida de una mujer en la que con más frecuencia está aliada con su padre y, paradójicamente sin embargo, es el período en que está menos definida por el patriarcado. La cultura le proporciona el punto de unión entre las bragas de encaje y la Mary Janes de sus primeros años, por un lado, y el gentil decoro que ella exige a medida que crece, por otro, permitiéndole un breve respiro en la construcción de su mujer adulta. En el centro de un universo perfectamente armonioso, es la dueña de su destino, la capitana de su alma. Es la protagonista de su propia experiencia.

Pero de repente, bastante antes de la pubertad, llega la cultura con sus recortes, cercenando despiadadamente su espíritu. Los adultos que la habían dejado hasta entonces hacer lo que quería, se anticipan ahora a su floreciente feminidad y podan su expansión en el mismo brote. A medida que la cultura traza la línea divisoria entre pequeño y grande, juego y trabajo, hembra y varón, sus agentes se ven obligados a intervenir. Persisten los patrones tradicionales de la mujer como nutridora, haciendo que las iniciativas de la joven resulten amenazantes. con demasiada frecuencia, el maestro que la había animado a hacerse arqueóloga, le advierte ahora que para ello necesita saber cinco lenguas. A la pequeña ranchera a la que se le había regalado un lazo por su cumpleaños, se le informa, tal vez con palabras amables, que sólo los hombres pueden ser cowboys. Los libros de anatomía que despertaban su interés por la medicina son sutilmente reemplazados por el reloj de una enfermera para tomar el pulso. Se someten a valoraciones y juicios las visiones de la adolescente, que hasta entonces se toleraban como algo sin importancia. Sus mayores desinflan sus ideas "grandiosas", considerándolas irrealistas. Se encuentran mil maneras de "hacerla aterrizar" y de moldearla.

El conformismo caracteriza la época de la joven, a pesar de que los tiempos están cambiando. Si antes se le permitía en raras ocasiones comportarse como un chico, ahora sus acciones comienzan a madurar, ya que se espera de ella que se "comporte como una señorita". Arrancada de su casa-árbol de sus primeros años, se introduce a la niña en el entorno humano y se espera de ella que cultive sus dones sociales. Tras este barniz moderno, persiste el mandato femenino de cuidar a los demás, sofocando su impulso de saltar, correr, escalar el pico de una montaña y, en general, de seguir activamente sus metas. Mientras que sus capacidades infantiles no tenían límites, cuando se acerca a la pubertad, se canaliza su eficacia en las relaciones sociales. Mientras que se anima a su hermano para que desarrolle su iniciativa y ejerza su independencia, a ella se le encamina hacia la sumisión. Mientras que antes estaba afuera en el mundo de la naturaleza, ahora la antigua niña debe entrar.

Cuando cambia sus pantalones vaqueros por una falda, su padre, que hasta el día anterior mismo había sido su partidario más firme, la echa de sus brazos y la empuja de nuevo al dominio de su madre. Durante esos días, tal vez también la madre moldee sutilmente sus actividades para que se ajusten a los estereotipos femeninos, enseñándole los mismos roles que la definieron a ella como esposa y madre. La cultura oficial -una cultura patriarcal que coloca su propia cerradura en su madre, tías, primas, profesores, y en su padre- la define como una "hembra" cuando es devuelta al mundo de las mujeres, en lugar de definirla como una "persona". Se rompe el vínculo, que ya no es directo, entre lo que ella hace y lo que es. Abandona el "hacer", en aras del "ser" una buena chica. En vez de centrarse en sí misma, intenta agradar a todos los que la rodean. Impresionada por la importancia de las opiniones ajenas, se moldea a sí misma conforme a lo que los demás quieren que sea.

Muchas niñas que son ágiles atletas a los nueve años, a los once se convierten en "jóvenes señoritas", cuando los distintivos femeninos empiezan a estorbar sus proezas físicas: pechos abultados, caderas que se ensanchan, suaves contornos empiezan a poblar de manera desordenada el cuerpo terso y esbelto de su juventud andrógina. La pubertad de las chicas conlleva un retraso en el crecimiento; la de los chicos, un aumento de masa física. Cuando éstos las alcanzan y las sobrepasan en altura, peso, fuerza física, por primera vez son más grandes y más fuertes que ellas. Mientras que ellos se vuelven más fuertes, listos y empiezan a hablar más alto, ellas se sienten más débiles e inseguras. Sus cuerpos se ablandan al tiempo que el de ellos se endurece. Las dicotomías sexuales escinden a una joven, poniéndola en contra de sí misa, al etiquetar sus fuerzas y sus intereses como "no femeninos". Las capacidades que le aseguraban un lugar entre sus iguales ahora boicotean su popularidad. Un cuerpo vigoroso, un peso impresionante y la fuerza física pertenecen a los chicos. Mientras que los cambios de la adolescencia en éstos anuncian un dominio creciente, los de ellas implican, de manera recurrente, el mandato de nutrir y la exigencia de retraerse. La experiencia de la adolescencia en ellos es la de un aumento de poder; en ellas, la de una ampliación de riesgos. Las libertades de ellos son espectacularmente incrementadas; las de ellas son coartadas. A ellos se les anima a explorar; de ellas, advertidas de su vulnerabilidad femenina, se espera que estén siempre cerca. A ellos se les empuja en donde a ellas se les limita. Diminutas en comparación con los varones de su edad, ya no pueden repeler un ataque. Para ellos, los nuevos territorios se llenan de conquistas; para ellas, la seguridad reside en el hogar. El mundo es una ostra con una perla eventual para ellos; para ellas contiene peligros. El mundo de la niña de ocho o nueve años se convierte así, bien antes de la adolescencia, en un mundo dividido por el sexo.



La niña mayor sucumbe a la imagen cultural de la fémina, objeto para el varón que es el sujeto. Su manifestación infantil le permite esconder sus capacidades, méritos, aspiraciones y partes de sí misma, en primer lugar, de lo demás para complacerles y, después, también de sí misma. No siendo ya libre para proyectarse en el futuro con el egocentrismo propio de su edad, actúa para reprimir sus capacidades. El afán de competición intensifica las conquistas de su hermano; en ella se convierte en una actitud de compromiso. La competencia fortalece al varón, pero todavía "asexualiza" a la mujer. La unidad de sus actividades de deshace cuando las metas propias de la niña son lanzadas en medio de la vida "de mujer". Los roles femeninos le afectan y los estereotipos toman el control. No puede menos que sentirse atrapada en medio de imperativos contradictorios: aunque todavía se esté poniendo el uniforme de colegiala, la publicidad de desodorantes le incitan: "Nunca les dejes ver que sudas".

Cuando una niña se juzga conforme a cómo la ven los demás, su confianza en sí misma queda subvertida por la imagen que tiene de su propia persona, que se compara con un ideal femenino imposible. Para alcanzar este ideal, debe separarse de muchas partes de sí misma. Deja de ser como una niña, para ser como una dama. Pierde su propia posición de ser, y siente que ahora es "otra".

En la estructura general del mundo, incluso todavía hoy día, una niña tiene muy pocas posibilidades, salvo tomar su lugar como miembro del Segundo Sexo, como Simone de Beauvoir lo llamó hace casi cuarenta años. Es una ironía que lo que ella escribió siga siendo todavía igual: a pesar de la última ola del movimiento feminista, las mujeres de todas las edades son consideradas como objetos y están desvalorizadas. La publicidad ha multiplicado una infinidad de invitaciones para explotar la sensualidad de la mujer, ya sea comiendo yogur, bebiendo un licor de lujo, o volando de vacaciones a la playa de cualquier isla. Constituyen abrevaderos yuppies a los que la mujer puede dirigirse tras una jornada de trabajo, y que brindan deslumbrantes brebajes con nombres como "las bragas de seda".
De hecho, las mujeres se están sexualizando cada vez más, a una edad asombrosamente joven. Junto con las vampiresas que llevan sostenes negros de encaje y monobiquinis, los catálogos publicitarios de los grandes almacdnes despliegan imágenes de niñas de siete años anunciando braguitas de satén y camisones de noche, con sus caritas chocantemente provocativas cuando están maquilladas y tienen los labios pintados de rojo chillón. Estas niñas sirenas están abocadas a convertirse en femmes fatales. Controladas, adaptadas y sexualizadas y domesticadas cuando su espontanedidad natural cede el paso a las construcciones patriarcales de la mujer. Al ponerse las máscaras proporcionadas por la cultura, una niña pierde fácilmente de vista quién y qué es, más allá de la fachada femenina que adopta en su juventud.

¿Cómo pueden las mujeres volver a implantar la feminidad esencial que la niña de ocho o nueve años encarna, dadas las fuerzas sociales que la desconectan de su poder natural? Las mujeres que aparecen en mi ensayo que recuperaron un auténtico sentido femenino de ser, lo hicieron ahondando en el territorio interno de la memoria y de la imaginación en donde se esconde la niña interior. Ellas han detallado las experiencias que les dividieron en contra de ellas; que les hicieron conducir a la niña esencial al reino en el que permanece escondida, incluso de sí misma. Han descrito las presiones culturales que negaban su identidad femenina durante la juventud; han expresado el impacto que esto había ejercido en ellas, cuando descubrieron -mucho después de haber hecho compromisos adultos que las vinculaban a los destinos de los demás-, que las identidades que habían asumido desde su infancia estaban unidas a cimientos construidos por el hombre y no por ellas mismas. Y lo más importante es que habían sacado a la niña de debajo de los escombros en los que la habían enterrado el patriarcado, y habían reconstruido una identidad de mujer a partir de los materiales naturales preservados a lo largo del tiempo. Cuando las mujeres ponían a prueba su experiencia interna, cundo recorrían el camino de vuelta de su identidad naciente -la que tenían antes de haber sido desviadas de ella por la exaltación cultural de lo Masculino y la denigración de lo Femenino-, cuando volvían a habitar el territorio interno que albergaba a la niña interior, recuperaban la auténtica niña y recobraban sus fuerzas femeninas.

Estas mujeres han llamado a la puerta de su territorio interno, han anclado las imágenes de su ser en un paisaje fértil. En el terreno de las imágenes y de la imaginación en el que estaban libres de las construcciones patriarcales de la hembra, han encontrado metáforas para expresar su evolución, que surgió espontáneamente de una fuente orgánica y natural. Anita, por ejemplo, que lleva a cabo terapias a través de la danza, dice: "Mi evolución me recuerda a una hoja flotando en un estanque. Su superficie está en calma: no hay ondas, no sucede nada, sólo agua gris. Y después brota un géiser. Surge un gran géiser de una fuente y la pequeña hoja de la superficie ¡sale disparada muy arriba!". Para Anita, las largas décadas que separaron su niñez de los cuarenta años fueron estáticos, "años latentes y durmientes". La ola feminista de los años sesenta proporcionó el habitat adecuado para su germinación: "Y entonces leí The Feminine Mystique y fui arrastrada por el movimiento general. Cuando el clima se hizo suficientemente cálido, empecé a crecer como una semilla que ha estado encapsulada en hielo". Encadenada por un matrimonio largo e infeliz, fue ayudada a "sacudir una maraña de cadenas" por el renacimiento que suscitó el movimiento.

Katerine, una pediatra de unos treinta y cinco años, captó la esencia generadora femenina al comparar a sus hijos con un jardín que tenía que atender para cultivar su potencial: "Es como un jardín. Tiene flores y semillas", decía; "veo que mi trabajo como madre es el de intentar obtener que las flores crezcan en la personalidad de los niños; y lo que se quiere es alimentar y embellecer el potencial que se encuentra en ellos."

Miriam, una consultora de unos cincuenta y cinco años, comparaba su evolución con "un brote a punto de abrirse y desarrollarse". Destacaba un rasgo importante de la flor: "Existen algunas flores, como las begonias y las camelias, cuyas capas de pétalos se abren lentamente. Lo más importante son los pétalos desplegándose en espiral". Este despliegue sincronizado fue estimulado en la vida de Miriam por el movimiento de potencial humano y el replanteamiento de la relación con su hja.

Liz proporcionó otra imagen vívida, una imagen que reflejaba su triunfo femenino sobre fuerzas que casi llegaron a dominarla. Había crecido con una madre abrumada por el sufrimiento en el hogar. Liz tuvo un hijo antes de casarse y continuó viviendo en casa. Convencida de que su fracaso como hija era la causa de la desesperación de su madre, empezó a sufrir depresiones. Al final, salió de la "jaula de los quehaceres domésticos" que habían podido con su madre, entablando una amistad con una mujer que era completamente diferente de su madre, una mujer bondadosa y optimista que adoraba la maternidad y el hogar. Esta relación fundamental de mujer a mujer ayudó a Liz a rechazar la visión triste y rígida de su madre y la condujo a "despertar y florecer". Después de haberse situado a una distancia segura de la influencia depresiva que arrastraba a su madre, mediante la identificación con su amiga, Liz se casó y tuvo tres hijos. Tras haber derrotado el pesimismo negativo, sentía que su ser "había hecho eclosión". Y añadía a su autodescripción metafórica: "Está haciéndose un jardín!".




Entre las imágenes de estas mujeres, tal vez la más sorprendente fuese la metáfora de Rosabeth,una mujer de treinta años; sorprendente por su profunda afirmación de cómo una mujer debe reconciliar y forjar, momento a momento, el tejido orgánico de su vida mediante la confianza en su propia iniciativa, capacidad de respuesta y autodeterminación: "Una línea costera implica un equilibrio, un trazar formas que yo he logrado", decía Rosabeth mientras tomaba un folio en blanco y trazaba con tinta una línea con su pluma de oro. La forma de la tierra constantemente cambiante, creada por el movimiento incesante del mar contra "las duras orillas" de su naturaleza, empezaba a parecerse a la costa del estado de Maine a medida que la dibujaba acercándose a la parte inferior del folio. "Es rocosa. La veo con el agua azul y la tierra verde cuando se encuentran entre sí. El océano es de un maravilloso azul y la tierra está hecha de montañas verde-amarronadas y de rocas que suben y bajan. La línea es desigual. Esto representa toda clase de experiencias que han sido desagradables, apasionantes, desilusionantes y que, a veces, me han enorgullecido".
La línea describiría una unión de ser y de experiencia vital más que una división entre ellas. Representaba el ser en evolución permanente de Rosabeth, una abstracción que contenía un encuentro de elementos, así como la grieta a lo largo de la que había caminado Megan. "Lo que tienes delante es un encuentro de fuerzas, y mi vida ha sido el sendero entre ellas", me dijo Rosabeth.

Su metáfora de la línea costera ilustra muy bien la autonomía llena de sentido de la niña interior. En la capacidad de esta niña es equilibrar lo conocido y lo desconocido, el océano y la roca, la competencia y el cuidado, el consciente y el inconsciente, lo masculino y lo femenino, en su compromiso voluntario de tensión dinámica entre vínculo y autonomía, hombre y mujer, trabajo y amor, reside la reconciliación de las dicotomías que nos dividen en contra de nosotras mismas.

Desenterradas de su reino interior, la niña tiene mucho que enseñar a la mujer sobre cómo ocupar el espacio subjetivo que se halla en el corazón del poder generador. Ella sintetiza de manera natural la dualidad hombre-mujer en su androginia, funde trabajo y juego en su actividad llena de sentido, reconcilia amor y odio en su ausencia de contradicción. Utiliza la dependencia y la independencia en la persecución tenaz de sus propios intereses. Encarna ambos lados de la aptitud abarcando el dominio social y de las relaciones junto con capacidades concretas. Separada y, sin embargo, conectada, es autónoma, pero mantienen vínculos. Competitiva con el espíritu adecuado, es conducida por la maestría, no para dominar y conseguir el poder sobre los demás, sino para captar los misterios y desafíos del mundo mismo. Como la línea costera de Rosabeth, reconcilia elementos de la naturaleza humana en lugar de separarlos.

Las imágenes orgánicas de las mujeres hablan al cambio crítico que necesitamos para restaurar el equilibrio de esos valores: el cambio del objeto al sujeto. Al recuperar el sentido de la niña de sí misma como sujeto, al contrarrestar la posición de la mujer como objeto, al lograr recuperar la niña que encarna una identidad femenina primordial, las mujeres pueden seguir siendo auténticas respecto al potencial del fértil mundo femenino que sobrevive separado de la esterilidad de los valores patriarcales.

Las mujeres han atendido durante mucho tiempo los jardines de los demás. Mientras que ofrecían el contexto para el desarrollo de los demás, históricamente han descuidado el suyo. Cuando una mujer lleva consigo la niña virginal a través del umbral de la mujer adulta, cuando habla su propio idioma con la misma naturalidad con que mimetiza el lenguaje del patriarcado, cuando penetra en la verdad más profunda acerca de quién es y cuenta su historia de haber llegado a ser completa, gana el acceso a un mundo que es tan fértil y abundante como los más verdes jardines. Sólo cuando casamos la autonomía de la niña con la fecundidad de la mujer y reconocemos la conexión entre la semilla y el suelo, restauramos nuestra creatividad como cultura, prosperamos y florecemos.

En la alianza entre la niña que posee la iniciativa y la mujer que conoce su potencialidad de generar, reside la fuerza creativa que necesitamos para llegar a ser plenamente nosotras mismas, y para hacer de esta cultura lo que tan desesperadamente se necesita. La realización de la evolución humana depende de que seamos capaces de recorrer el circuito hacia la niña interior y de conducirla hasta la mujer adulta.

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