La espiritualidad en la construcción de la paz
Todos los factores y prácticas en los distintos sectores de la vida personal y social deben contribuir a la construcción de la paz tan ansiada en los días actuales. Los esfuerzos serían incompletos si no incluyésemos la perspectiva de la espiritualidad.
La espiritualidad es aquella dimensión en nosotros que responde a las preguntas últimas que acompañan siempre a nuestras búsquedas. ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? ¿Cuál es el sentido del universo? ¿Qué podemos esperar más allá de esta vida?
Las religiones suelen responder a estas inquietudes, pero ellas no tienen el monopolio de la espiritualidad. Ésta es un dato antropológico de base como la voluntad, el poder y la libido. Emerge cuando nos sentimos parte de un Todo mayor. Es más que la razón; es un sentimiento oceánico de que una Energía amorosa origina y sustenta el universo y a cada uno de nosotros.
En el proceso evolutivo del que venimos, irrumpió un día la conciencia humana. Hay un momento de esta conciencia en que ella se da cuenta de que las cosas no está lanzadas aleatoriamente ni yuxtapuestas, al azar, una al lado de la otra. Ella intuye que un «Hilo Conductor» pasa a través de ellas, las liga y las religa.
Las estrellas que nos fascinan en las noches cálidas del verano tropical, la selva amazónica en su majestad e inmensidad, los grandes ríos como el Amazonas, llamado con razón río-mar, la profusión de vida en los campos, el vocerío sinfónico de los pájaros en la selva virgen, la multiplicidad de las culturas y de los rostros humanos, el misterio de los ojos de un recién nacido, el milagro del amor entre dos personas que se quieren, todo eso nos revela cuán diverso y uno es nuestro mundo universo.
A este «Hilo Conductor» los seres humanos le han dado mil nombres, Tao, Shiva, Alá, Yahvé, Olorum y muchos más. Todo se resume en la palabra Dios. Cuando se pronuncia con reverencia este nombre algo se mueve dentro del cerebro y del corazón. Neurólogos y neurolingüistas han identificado el «punto Dios» en el cerebro. Es un punto que hace subir la frecuencia hertziana de las neuronas como si hubiesen recibido un impulso. Esto significa que en el proceso evolutivo surgió un órgano interior mediante el cual el ser humano capta la presencia de Dios dentro del universo. Evidentemente Dios no está solamente en este punto del cerebro, sino en toda la vida y en el universo entero. Sin embargo a partir de este punto quedamos habilitados para captarlo. Y todavía más, somos capaces de dialogar con Él, de elevarle nuestras súplicas, de rendirle homenaje y de agradecerle el don de la existencia. Otras veces no decimos nada. Silenciosos y contemplativos, lo sentimos solamente. Y entonces nuestro corazón se dilata a las dimensiones del universo y nos sentimos grandes como Dios o percibimos que Dios se hace pequeño como nosotros. Se trata de una experiencia de no-dualidad, de inmersión en el misterio sin nombre, de una fusión de la amada y el Amado.
Espiritualidad no es solamente saber, sino principalmente poder sentir las dimensiones de lo humano radical. El efecto es una profunda y suave paz, que viene de lo Profundo.
La humanidad necesita con urgencia esta paz espiritual. Ella es la fuente secreta que alimenta a la humanidad en todas sus formas. Irrumpe desde dentro, irradia en todas las direcciones, eleva la calidad de las relaciones y toca el corazón de las personas de buena voluntad. Esa paz esta hecha de reverencia, de respeto, de tolerancia, de comprensión benevolente de las limitaciones de los otros, y de la acogida del Misterio del mundo. Ella alimenta el amor, el cuidado, la voluntad de acoger y de ser acogido, de comprender y de ser comprendido, de perdonar y de ser perdonado.
En un mundo perturbado como el nuestro, nada hay de más sensato y noble que anclar nuestra búsqueda de la paz en esta dimensión espiritual.
Entonces la paz podrá florecer en la Madre Tierra, en la inmensa comunidad de la vida, en las relaciones entre las culturas y los pueblos, y aquietará el corazón humano cansado de tanto buscar.
La paz fundada en el paradigma del cuidado
La humanidad nunca tuvo tantos ni tan peligrosos conflictos en los últimos 200 años, ni tanta beligerancia y guerrerismo como en los últimos 196 mil años, durante el tiempo de la cosmovisión matriarcalista. Hoy retornar parcialmente a la cosmovisión matriarcalista es una necesidad urgente.
La voluntad de poder de un país sobre otro, el patriarcalismo cultural que todavía margina a la mujer y la explotación de la naturaleza para conseguir beneficios materiales son factores de violencia e impedimentos para la paz. El patriarcalismo debilitó la dimensión de lo femenino, que nos hace más sensibles a todos, y rebajó la inteligencia emocional, nicho del cuidado y de la experiencia ética y espiritual.
Esta parcialidad, negando la dimensión anima (lo femenino), no ha dejado de afectar fuertemente a la ética. El núcleo de la moralidad clásica heredada de los griegos y perfeccionada por Kant, Habermas y Rorty tiene como base inconsciente la experiencia del animus (lo masculino). Por eso se funda sobre dos pilastras básicas: la justicia, que se expresa en los derechos y en los deberes de los hombres (dejando invisibles a las mujeres), y la autonomía del individuo, en la idea de que solamente un ser libre puede ser un ser ético.
Pero esta visión es parcial pues deja fuera dimensiones fundamentales, propias mas no exclusivas de lo femenino (anima), como son las relaciones afectivas que se dan en la familia, con los otros, con la naturaleza y con todos los que nos sentimos relacionados. Sin tales relaciones, la sociedad pierde su rostro humano. Aquí más que justicia se necesita la categoría mayor, que es la del cuidado. El cuidado es un paradigma que se opone al de la dominación. Es aquella relación que se preocupa y se responsabiliza por el otro, que se envuelve y se deja envolver con la vida en sus muchas formas, que muestra solidaridad y compasión, cura heridas pasadas y previene heridas futuras.
La base empírica es la experiencia –tan finamente analizada por el psicoanalista inglés D. Winnicott– de que todos necesitamos ser cuidados, acogidos, valorizados y amados, y deseamos cuidar, acoger, valorar y amar. Portadoras privilegiadas, mas no exclusivas, de esta experiencia son las mujeres. Ellas están ligadas directamente a la vida que necesita cuidado, como la maternidad, la alimentación, el desvelo en la enfermedad, el acompañamiento de la educación. Estas características son propias del principio femenino (anima) que se encuentra también en el hombre y que las realiza a su manera.
En el trasfondo de esta ética del cuidado hay una antropología más fecunda que aquella tradicional, base de la ética dominante: parte del carácter relacional del ser humano. Él es fundamentalmente un ser de afecto, portador de pathos, de capacidad de sentir y de afectar y ser afectado. Además de la razón intelectual (logos) está dotado de la razón emocional, sensible y de la razón espiritual. Es un ser-con-los-otros y para-los-otros en el mundo. No existe aislado en su espléndida autonomía, vive siempre dentro de redes de relaciones concretas y se encuentra permanentemente conectado. No necesita un contrato social para poder vivir junto a otros. Su naturaleza consiste en vivir comunitariamente.
Sin duda, para tener una cultura de la paz duradera necesitamos instituciones justas, pero el funcionamiento de éstas no puede ser formal ni burocrático sino humano, cuidadoso y sensible a los contextos de las personas y de sus situaciones. Más que nada, debemos alimentar una cultura generalizada de cuidado para con la Tierra, y las personas, especialmente las más vulnerables, y de atención a las relaciones entre los pueblos para evitar la guerra.
En vez del gana-pierde pasa a funcionar el gana-gana. Con esta estrategia se disminuyen los factores de tensión y de conflicto. Para llegar a la paz son relevantes las virtudes asumidas conscientemente, como la transparencia, la disposición al diálogo y a la escucha, la acogida cálida del otro. Lo enfatizó el presidente Lula al abordar la cuestión de Irán bajo la amenaza de la truculencia estadounidense y sus aliados por causa del enriquecimiento de uranio para fines pacíficos (pretexto para controlar el petróleo y el gas).
Pero hay una dimensión subjetiva y espiritual que refuerza la búsqueda de la paz. Es la capacidad de perdón y de olvido de viejas disputas y conflictos. Hoy que las culturas se encuentran, hacen patentes las tensiones históricas que separan a los pueblos. Hay que mirar siempre hacia delante en la construcción de una nueva relación fundada en una alianza de cuidado entre todos.
Vivir este tipo de humanismo necesario está dentro de las posibilidades de nuestro ser. Es la condición de la paz duradera, considerada ya por Kant como el fundamento de la República mundial.
La paz fundada en el paradigma del cuidado
La voluntad de poder de un país sobre otro, el patriarcalismo cultural que todavía margina a la mujer y la explotación de la naturaleza para conseguir beneficios materiales son factores de violencia e impedimentos para la paz. El patriarcalismo debilitó la dimensión de lo femenino, que nos hace más sensibles a todos, y rebajó la inteligencia emocional, nicho del cuidado y de la experiencia ética y espiritual.
Esta parcialidad, negando la dimensión anima (lo femenino), no ha dejado de afectar fuertemente a la ética. El núcleo de la moralidad clásica heredada de los griegos y perfeccionada por Kant, Habermas y Rorty tiene como base inconsciente la experiencia del animus (lo masculino). Por eso se funda sobre dos pilastras básicas: la justicia, que se expresa en los derechos y en los deberes de los hombres (dejando invisibles a las mujeres), y la autonomía del individuo, en la idea de que solamente un ser libre puede ser un ser ético.
Pero esta visión es parcial pues deja fuera dimensiones fundamentales, propias mas no exclusivas de lo femenino (anima), como son las relaciones afectivas que se dan en la familia, con los otros, con la naturaleza y con todos los que nos sentimos relacionados. Sin tales relaciones, la sociedad pierde su rostro humano. Aquí más que justicia se necesita la categoría mayor, que es la del cuidado. El cuidado es un paradigma que se opone al de la dominación. Es aquella relación que se preocupa y se responsabiliza por el otro, que se envuelve y se deja envolver con la vida en sus muchas formas, que muestra solidaridad y compasión, cura heridas pasadas y previene heridas futuras.
La base empírica es la experiencia –tan finamente analizada por el psicoanalista inglés D. Winnicott– de que todos necesitamos ser cuidados, acogidos, valorizados y amados, y deseamos cuidar, acoger, valorar y amar. Portadoras privilegiadas, mas no exclusivas, de esta experiencia son las mujeres. Ellas están ligadas directamente a la vida que necesita cuidado, como la maternidad, la alimentación, el desvelo en la enfermedad, el acompañamiento de la educación. Estas características son propias del principio femenino (anima) que se encuentra también en el hombre y que las realiza a su manera.
En el trasfondo de esta ética del cuidado hay una antropología más fecunda que aquella tradicional, base de la ética dominante: parte del carácter relacional del ser humano. Él es fundamentalmente un ser de afecto, portador de pathos, de capacidad de sentir y de afectar y ser afectado. Además de la razón intelectual (logos) está dotado de la razón emocional, sensible y de la razón espiritual. Es un ser-con-los-otros y para-los-otros en el mundo. No existe aislado en su espléndida autonomía, vive siempre dentro de redes de relaciones concretas y se encuentra permanentemente conectado. No necesita un contrato social para poder vivir junto a otros. Su naturaleza consiste en vivir comunitariamente.
Sin duda, para tener una cultura de la paz duradera necesitamos instituciones justas, pero el funcionamiento de éstas no puede ser formal ni burocrático sino humano, cuidadoso y sensible a los contextos de las personas y de sus situaciones. Más que nada, debemos alimentar una cultura generalizada de cuidado para con la Tierra, y las personas, especialmente las más vulnerables, y de atención a las relaciones entre los pueblos para evitar la guerra.
En vez del gana-pierde pasa a funcionar el gana-gana. Con esta estrategia se disminuyen los factores de tensión y de conflicto. Para llegar a la paz son relevantes las virtudes asumidas conscientemente, como la transparencia, la disposición al diálogo y a la escucha, la acogida cálida del otro. Lo enfatizó el presidente Lula al abordar la cuestión de Irán bajo la amenaza de la truculencia estadounidense y sus aliados por causa del enriquecimiento de uranio para fines pacíficos (pretexto para controlar el petróleo y el gas).
Pero hay una dimensión subjetiva y espiritual que refuerza la búsqueda de la paz. Es la capacidad de perdón y de olvido de viejas disputas y conflictos. Hoy que las culturas se encuentran, hacen patentes las tensiones históricas que separan a los pueblos. Hay que mirar siempre hacia delante en la construcción de una nueva relación fundada en una alianza de cuidado entre todos.
Vivir este tipo de humanismo necesario está dentro de las posibilidades de nuestro ser. Es la condición de la paz duradera, considerada ya por Kant como el fundamento de la República mundial.
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